Tras muchos años viendo fútbol tengo asumido que en esto del balompié, llegado el momento decisivo de la competición, comienzan a suceder cosas extrañas. Estoy harto de ver a rivales que, sin jugarse nada y habiendo completado una temporada más bien discreta, de repente corren tras el balón como alma que lleva el diablo cuando se enfrentan con el Efesé. Más aún, he llegado a ver al propio Efesé (verbi gratia, en cierta visita del Lorca hace ya unos años) oponer escasa resistencia (para vergüenza de su afisión) frente a un rival necesitado de puntos cuando al Cartagena no le iba gran cosa en el envite.
Pretender, a estas alturas, que el arreglo de partidos (ya sea mediante primas a terceros, a segundos o a cuartos) no existe en el fútbol profesional, por muy profesional que éste sea, obedece más bien a una visión romántica del deporte que a la pura realidad. En consecuencia, no seré yo quien cometa el error de escandalizarse ante los muchos rumores y comentarios que se sucederán en las próximas semanas con motivo de la finalización de la liga y los múltiples intereses que habrá de por medio. Como digo, es algo para lo que el buen aficionado debe prepararse desde este preciso instante.
Más difícil de digerir, sin embargo, es que sean los jueces de la contienda, esto es, los árbitros, quienes adulteren el campeonato. Y lo es, sencillamente, porque mientras en el primero de los casos uno puede llegar a tolerar que, en un momento determinado, la competición y el caprichoso azar deparen extrañas alianzas entre los propios participantes de la misma, en el tema de los árbitros, la asunción de que éstos perjudican premeditadamente a según qué equipos, equivale a decir que no merece la pena seguir ilusionándose ni tomándose disgustos por algo que, al fin y al cabo, está ya decidido de antemano.
Quizás por esto último el sábado pasado agarré un enfado monumental y me dieron ganas de no volver a ver fútbol jamás. Porque vi a un árbitro que tuvo claro desde el principio que el Cartagena no iba a ganar su partido con el Nástic, ya bajara el mismísimo Almirante Bastarreche al campo, y ofreció un espectáculo bochornoso que, pensado fríamente, es una estafa sentimental de enormes proporciones, pues que sólo con ese nombre puede calificarse la actuación de alguien que conocía ante litem con absoluta certeza, un veredicto en el que jugadores y aficionados, tenían depositadas tantas esperanzas.
Aún así, yo no creo, al contrario que muchos de mis paisanos, que la actuación de Piñeiro Crespo, ingeniero de profesión, haya que entenderla en el contexto de una estrategia más ambiciosa, cual sería la de evitar a toda costa que el Efesé ascienda este año a Primera División. Confieso que es una explicación atractiva, con cierto aire novelesco pero, honestamente, si pensara eso, mañana mismo dejaría de ir al estadio, rompería mi carné de abonado y me dedicaría a otros menesteres más agradecidos y menos perjudiciales para la salud que esto del dichoso balompié. Sin embargo, sí tengo claro que su actuación fue premeditada y que no cabe aquí la eximente de la tradicional torpeza del estamento arbitral. Cualquiera que haya jugado al fútbol y observara atentamente el partido concluirá que la mayoría de decisiones que tomó el tal Piñeiro no fueron fruto del azar ni, mucho menos, de la impericia. Soy incapaz, eso sí, de adivinar aquí los verdaderos motivos por los cuales este buen cristiano, a tenor de las veces que se santiguó durante el partido, pudo obrar de manera tan abyecta y contraria a los intereses del Efesé. A mí se me ha pasado por la cabeza la hipótesis, aventurada, de que, tal vez, el hombre no tenga más información de su irresponsable progenitor más allá de que vivió en nuestra milenaria tierra, queriendo aprovechar la ocasión para tomarse cumplida (y froidiana) venganza por el trauma que arrastra desde su niñez. O, quizás, simplemente, echó una quiniela el día anterior y marcó un uno en la casilla de nuestro partido. Francamente no lo sé, pero en cualquier caso, mi certeza acerca de su mala fe, dados sus antecedentes, es aproximadamente la misma que él tenía sobre el resultado final del partido, antes de comenzara el mismo.
No soy yo sospechoso de rehuir la autocrítica y lamentaría, por tanto, que alguien juzgara estas líneas como una pataleta de aficionado talibán. Al contrario, hace tres semanas, tras la derrota frente al Elche, y cuando todo el mundo culpaba al trencilla Melero López del desaguisado, puse bastante empeño en aclarar que, para mí, el Elche fue mucho mejor que el Cartagena y que el árbitro, pese a su mala actuación, repartió errores por ambos bandos no influyendo demasiado en el resultado final. En esta ocasión no ha sido así. Estoy de acuerdo en que el sábado el Cartagena cuajó una infumable primera mitad y que el equipo debe hacérselo mirar si es que de verdad aspira a luchar por el ascenso a Primera División de aquí a final de temporada. Pero el Cartagena no perdió por cuajar una mala primera mitad; el Cartagena perdió porque, a nueve semanas del final de la competición y cuando tirios y troyanos nos estamos jugando la vida (deportivamente hablando) un tipejo con silbato así lo quiso. Conviene recordar, por lo demás, que ninguno de los favoritos, si exceptuamos al Levante, está ganando con claridad sus partidos y que la labor arbitral cobra más importancia, si cabe, en un contexto de tanta igualdad.
En fin, es de suponer que la indignación de hoy irá dejando paso, paulatinamente, y con el transcurrir de la semana, a la ilusión de ver al equipo, de nuevo en casa, frente al primer clasificado, la Real Sociedad. Será una batalla épica, digna de verse si no se cruza en nuestro camino otra mala persona con conflictos internos no resueltos. Tal y como están los ánimos en Cartagena, dudo mucho que la afisión soportara una nueva faena arbitral sin desencantarse definitivamente o, lo que es peor, cometer alguna imprudencia justo en el momento en el que más necesario es su aliento y buen comportamiento.
Pretender, a estas alturas, que el arreglo de partidos (ya sea mediante primas a terceros, a segundos o a cuartos) no existe en el fútbol profesional, por muy profesional que éste sea, obedece más bien a una visión romántica del deporte que a la pura realidad. En consecuencia, no seré yo quien cometa el error de escandalizarse ante los muchos rumores y comentarios que se sucederán en las próximas semanas con motivo de la finalización de la liga y los múltiples intereses que habrá de por medio. Como digo, es algo para lo que el buen aficionado debe prepararse desde este preciso instante.
Más difícil de digerir, sin embargo, es que sean los jueces de la contienda, esto es, los árbitros, quienes adulteren el campeonato. Y lo es, sencillamente, porque mientras en el primero de los casos uno puede llegar a tolerar que, en un momento determinado, la competición y el caprichoso azar deparen extrañas alianzas entre los propios participantes de la misma, en el tema de los árbitros, la asunción de que éstos perjudican premeditadamente a según qué equipos, equivale a decir que no merece la pena seguir ilusionándose ni tomándose disgustos por algo que, al fin y al cabo, está ya decidido de antemano.
Quizás por esto último el sábado pasado agarré un enfado monumental y me dieron ganas de no volver a ver fútbol jamás. Porque vi a un árbitro que tuvo claro desde el principio que el Cartagena no iba a ganar su partido con el Nástic, ya bajara el mismísimo Almirante Bastarreche al campo, y ofreció un espectáculo bochornoso que, pensado fríamente, es una estafa sentimental de enormes proporciones, pues que sólo con ese nombre puede calificarse la actuación de alguien que conocía ante litem con absoluta certeza, un veredicto en el que jugadores y aficionados, tenían depositadas tantas esperanzas.
Aún así, yo no creo, al contrario que muchos de mis paisanos, que la actuación de Piñeiro Crespo, ingeniero de profesión, haya que entenderla en el contexto de una estrategia más ambiciosa, cual sería la de evitar a toda costa que el Efesé ascienda este año a Primera División. Confieso que es una explicación atractiva, con cierto aire novelesco pero, honestamente, si pensara eso, mañana mismo dejaría de ir al estadio, rompería mi carné de abonado y me dedicaría a otros menesteres más agradecidos y menos perjudiciales para la salud que esto del dichoso balompié. Sin embargo, sí tengo claro que su actuación fue premeditada y que no cabe aquí la eximente de la tradicional torpeza del estamento arbitral. Cualquiera que haya jugado al fútbol y observara atentamente el partido concluirá que la mayoría de decisiones que tomó el tal Piñeiro no fueron fruto del azar ni, mucho menos, de la impericia. Soy incapaz, eso sí, de adivinar aquí los verdaderos motivos por los cuales este buen cristiano, a tenor de las veces que se santiguó durante el partido, pudo obrar de manera tan abyecta y contraria a los intereses del Efesé. A mí se me ha pasado por la cabeza la hipótesis, aventurada, de que, tal vez, el hombre no tenga más información de su irresponsable progenitor más allá de que vivió en nuestra milenaria tierra, queriendo aprovechar la ocasión para tomarse cumplida (y froidiana) venganza por el trauma que arrastra desde su niñez. O, quizás, simplemente, echó una quiniela el día anterior y marcó un uno en la casilla de nuestro partido. Francamente no lo sé, pero en cualquier caso, mi certeza acerca de su mala fe, dados sus antecedentes, es aproximadamente la misma que él tenía sobre el resultado final del partido, antes de comenzara el mismo.
No soy yo sospechoso de rehuir la autocrítica y lamentaría, por tanto, que alguien juzgara estas líneas como una pataleta de aficionado talibán. Al contrario, hace tres semanas, tras la derrota frente al Elche, y cuando todo el mundo culpaba al trencilla Melero López del desaguisado, puse bastante empeño en aclarar que, para mí, el Elche fue mucho mejor que el Cartagena y que el árbitro, pese a su mala actuación, repartió errores por ambos bandos no influyendo demasiado en el resultado final. En esta ocasión no ha sido así. Estoy de acuerdo en que el sábado el Cartagena cuajó una infumable primera mitad y que el equipo debe hacérselo mirar si es que de verdad aspira a luchar por el ascenso a Primera División de aquí a final de temporada. Pero el Cartagena no perdió por cuajar una mala primera mitad; el Cartagena perdió porque, a nueve semanas del final de la competición y cuando tirios y troyanos nos estamos jugando la vida (deportivamente hablando) un tipejo con silbato así lo quiso. Conviene recordar, por lo demás, que ninguno de los favoritos, si exceptuamos al Levante, está ganando con claridad sus partidos y que la labor arbitral cobra más importancia, si cabe, en un contexto de tanta igualdad.
En fin, es de suponer que la indignación de hoy irá dejando paso, paulatinamente, y con el transcurrir de la semana, a la ilusión de ver al equipo, de nuevo en casa, frente al primer clasificado, la Real Sociedad. Será una batalla épica, digna de verse si no se cruza en nuestro camino otra mala persona con conflictos internos no resueltos. Tal y como están los ánimos en Cartagena, dudo mucho que la afisión soportara una nueva faena arbitral sin desencantarse definitivamente o, lo que es peor, cometer alguna imprudencia justo en el momento en el que más necesario es su aliento y buen comportamiento.