Supongamos que uno decide casarse –tras no pocos rodeos- con su novia de toda la vida. Ella no es la más guapa, ni la más rica y, para colmo, posee un terrible carácter que despierta cierto recelo entre nuestros familiares y amigos quienes, preocupados por la agitada vida conyugal que nos espera, nos invitan, disimuladamente, a pensárnoslo mejor. Sin embargo, no hacemos caso; con sus defectos y sus virtudes, es nuestra novia, y el caso, reconozcámoslo, es que estamos perdidamente enamorados de ella. Decidimos, pues, convertirnos en ministros del sagrado sacramento e iniciar nuestra vida en común.
La convivencia, claro está, es algo difícil al principio. Ya se sabe; riñas, discusiones, etc. (lo que ahora se llama incompatibilidad de caracteres) pero poco a poco, como la horma que finalmente se ajusta a su zapato, nos acostumbramos el uno al otro, se van sobrellevando las dificultades y, por descontado, dejan de preocuparnos las opiniones de los demás. Finalmente conseguimos ser esa pareja feliz por la que nadie daba un duro; con problemas de vez en cuando, sí, pero dichosos y decididos a superar juntos cualquier eventualidad que pueda traernos la vida.
Sigamos suponiendo que, pasado el tiempo, esa mujer a la que tanto amamos y que se ha convertido en pilar de nuestra propia existencia cae en desgracia y enferma. Las expectativas no son nada halagüeñas y lo que en un principio parecía tener fácil curación, deviene en una terrible enfermedad que, lentamente, va consumiendo su cuerpo, a la par que nuestro espíritu. Ella, consciente de nuestro sufrimiento y del final que le espera, nos pide que no nos aferremos a su recuerdo y un buen día, sin más, desaparece dejándonos una nota en la que nos comunica que se marcha, a morir en paz, a un lejano lugar. Su última voluntad, que decidimos respetar, es que no intentemos seguirla y que, en la medida de lo posible, consigamos rehacer nuestra vida ya que ella siempre estará con nosotros. Por supuesto, nosotros quedamos sumidos en una profunda depresión de la que, difícilmente, atisbamos salida alguna. Nos cuestionamos nuestras creencias así como gran cantidad de cosas que dábamos por sabidas. Nuestro desconsuelo es proverbial y nada ni nadie puede aplacar el odio y la tristeza que embarga nuestra alma.
Pasado el tiempo, tras no poco esfuerzo y un considerable periodo de duelo, alargado por nuestra cerrazón en no darle una nueva oportunidad a la vida, decidimos intentar volver a ser felices. Ante la insistencia de nuestros amigos, nos dejamos convencer para conocer a una joven muchacha, atractiva, simpática que, en cierto modo, nos recuerda, Dios nos perdone, a aquella que tanto quisimos una vez. Diríase, además, que a ella tampoco le caemos mal, por lo que, con no pocos reparos y cierto sentimiento de culpa, accedemos a seguir viéndonos con ella para conocerla mejor.
Poco a poco, esta joven muchacha, pizpireta y alegre, consigue, para nuestra sorpresa, devolvernos la ilusión y logra, definitivamente, que veamos la vida de diferente color. Juntos, comenzamos a vivir experiencias que, cada vez, y casi sin darnos cuenta, nos van uniendo más y más, al punto de que, sin saber cómo, llega un momento en el que no podemos vivir sin su compañía. Lo imposible ha sucedido, nos hemos vuelto a enamorar. Resolvemos que, aunque nunca olvidaremos a nuestra primera mujer, es hora de enterrar el pasado y comenzar una nueva vida sin cabida para el odio y el rencor.
Bien, puestos a hacer conjeturas, imaginemos ahora que varios años después de todo esto, en los que la relación con nuestra nueva mujer no ha hecho sino consolidarse, ocurre lo increíble: descubrimos que nuestra primera mujer aún vive. Y no sólo vive, sino que, además, está decidida a volver del lejano país en el que parece haber sanado milagrosamente, para instalarse, justamente, en la misma calle en la que vivimos nosotros. Terrible. No damos crédito. Viejos recuerdos agitan nuestra mente y, por ende, nuestro atribulado corazón que, desde que conocimos la noticia, no ha parado de latir frenéticamente. Finalmente la volvemos a ver; está algo cambiada pero sigue siendo la misma; terrible carácter y hermosa como ella sola. Sigue padeciendo, eso sí, algún que otro achaque, derivado de su antigua enfermedad, que condiciona en cierto modo su día a día pero ¿acaso habría de importarle eso a un enamorado?
Enamorado… ¿Y qué pasa con nuestra nueva pareja? Llevamos incluso más tiempo con ella que con la primera; no en vano ella fue quien nos devolvió a la vida y con la que hemos compartido los años más venturosos de la misma. Hasta el aire parece que nos falta cuando pensamos en la posibilidad de separarnos de nuestra actual mujer. ¿Qué hacer? ¿Qué cruel capricho del destino es este, que por si no hubiéramos sufrido ya suficiente, nos atormenta ahora de esta manera?
En un principio parece que nuestra primera mujer no nos lo va a poner excesivamente difícil. En un alarde de madurez, nos promete que no se interpondrá en nuestra nueva relación. Sin embargo, sabedores de que donde hubo fuego quedan cenizas, nosotros no terminamos de sentirnos a gusto con el nuevo panorama; es más, no podemos evitar mirar de reojo cada vez que pasamos por su puerta reviviendo viejos momentos y apasionados juramentos del pasado. Para colmo, y pese a su promesa inicial de dejarnos en paz, advertimos que nuestra ex se nos insinua cuando nos la cruzamos y, lo que es peor, últimamente parece haberle dado por afear públicamente la conducta de nuestra actual mujer, provocando con ello todo tipo de murmuraciones en el vecindario. Confundidos, nos preguntamos a qué obedecerá su comportamiento.
En las últimas horas el Presidente del Cartagena FC, Gómez Meseguer, parece decidido, aunque diga lo contrario, a hacer sufrir y poner entre la espada y la pared a todos esos aficionados que padecieron lo indecible con el exilio al limbo, y vuelta, del viejo Efesé; los mismos que, en el ínterin, acabaron entregando su corazón, con no pocos reparos iniciales, al Cartagonova FC (hoy FC Cartagena). Yo no sé si tiene razón o no al negarse a aceptar las condiciones de filialidad del FC Cartagena y desterrarlo de sus campos de entrenamiento; tampoco sé si es verdad que este equipo le adeuda 30,000 Euros o si continúa teniendo algún derecho federativo sobre el guardameta titular del Cartagena, Rubén. Lo que sí sé es que estas denuncias públicas, unidas a la reciente decisión de patentar la palabra Efesé como marca registrada, no son casualidad y parecen obedecer a una estrategia bastante meditada. Sobre todo teniendo en cuenta que el propio Gómez Meseguer aseguró el año pasado que no tendría inconveniente alguno en que el FC Cartagena luciera el escudo de toda la vida sin el submarino, al cual no le veía sentido alguno. ¿A qué viene entonces este repentino recelo por blindar los símbolos a base de patentes?
Lo de menos, pienso yo, sería que se tratara de una rabieta con la que se pretendiera simplemente exigir lo que a uno le pertenece. De hecho sería lo justo. Pero por lo poco que sé de Gómez Meseguer, se trata de una persona inteligente que no da puntada sin hilo y, personalmente, me aterroriza la idea de que acabe convirtiendo al viejo y "auténtico Efesé", en una especie de sombra alargada con la que chantajear emocionalmente al personal (especialmente a todos esos aficionados que, al igual que el novio de la fábula narrada más arriba, se hallarían sumidos en un continuo desasosiego y sentimiento de culpa), al objeto rapiñar lo que se pueda mientras se espera agazapado la oportunidad de convertirse en el primer equipo de la ciudad. Me parecería bastante injusto, pero sobre todo muy triste, que se acabara utilizando ese escudo (y esas siglas) para servir a tan innobles propósitos y, desde luego, se me antojaría mucho más honesto, aunque igualmente inoportuno, que el viejo Efesé diera un paso al frente y declarara abiertamente su voluntad de competir con el FCC por el favor de la sufrida afisión si es que ese, y no otro, es verdaderamente su deseo.
El mío, un tanto quimérico, sería que, aprovechando la conversión en SAD del equipo que preside (y digo preside, no posee) Paco Gómez, se encontrara la fórmula para fusionar ambas entidades al igual que se hizo en Almería con el Almería CF y el Polideportivo Almería, pero conservando escudo y fecha de fundación del más antiguo. Eso pondría fin a buena parte de los quebraderos de cabeza de muchos antiguos aficionados. Sería tanto como juntar a las dos mujeres del relato en una sola persona y disfrutar de lo mejor de cada una. Algo que, por desgracia, sólo puede ocurrir en el mundo del balompié.
La convivencia, claro está, es algo difícil al principio. Ya se sabe; riñas, discusiones, etc. (lo que ahora se llama incompatibilidad de caracteres) pero poco a poco, como la horma que finalmente se ajusta a su zapato, nos acostumbramos el uno al otro, se van sobrellevando las dificultades y, por descontado, dejan de preocuparnos las opiniones de los demás. Finalmente conseguimos ser esa pareja feliz por la que nadie daba un duro; con problemas de vez en cuando, sí, pero dichosos y decididos a superar juntos cualquier eventualidad que pueda traernos la vida.
Sigamos suponiendo que, pasado el tiempo, esa mujer a la que tanto amamos y que se ha convertido en pilar de nuestra propia existencia cae en desgracia y enferma. Las expectativas no son nada halagüeñas y lo que en un principio parecía tener fácil curación, deviene en una terrible enfermedad que, lentamente, va consumiendo su cuerpo, a la par que nuestro espíritu. Ella, consciente de nuestro sufrimiento y del final que le espera, nos pide que no nos aferremos a su recuerdo y un buen día, sin más, desaparece dejándonos una nota en la que nos comunica que se marcha, a morir en paz, a un lejano lugar. Su última voluntad, que decidimos respetar, es que no intentemos seguirla y que, en la medida de lo posible, consigamos rehacer nuestra vida ya que ella siempre estará con nosotros. Por supuesto, nosotros quedamos sumidos en una profunda depresión de la que, difícilmente, atisbamos salida alguna. Nos cuestionamos nuestras creencias así como gran cantidad de cosas que dábamos por sabidas. Nuestro desconsuelo es proverbial y nada ni nadie puede aplacar el odio y la tristeza que embarga nuestra alma.
Pasado el tiempo, tras no poco esfuerzo y un considerable periodo de duelo, alargado por nuestra cerrazón en no darle una nueva oportunidad a la vida, decidimos intentar volver a ser felices. Ante la insistencia de nuestros amigos, nos dejamos convencer para conocer a una joven muchacha, atractiva, simpática que, en cierto modo, nos recuerda, Dios nos perdone, a aquella que tanto quisimos una vez. Diríase, además, que a ella tampoco le caemos mal, por lo que, con no pocos reparos y cierto sentimiento de culpa, accedemos a seguir viéndonos con ella para conocerla mejor.
Poco a poco, esta joven muchacha, pizpireta y alegre, consigue, para nuestra sorpresa, devolvernos la ilusión y logra, definitivamente, que veamos la vida de diferente color. Juntos, comenzamos a vivir experiencias que, cada vez, y casi sin darnos cuenta, nos van uniendo más y más, al punto de que, sin saber cómo, llega un momento en el que no podemos vivir sin su compañía. Lo imposible ha sucedido, nos hemos vuelto a enamorar. Resolvemos que, aunque nunca olvidaremos a nuestra primera mujer, es hora de enterrar el pasado y comenzar una nueva vida sin cabida para el odio y el rencor.
Bien, puestos a hacer conjeturas, imaginemos ahora que varios años después de todo esto, en los que la relación con nuestra nueva mujer no ha hecho sino consolidarse, ocurre lo increíble: descubrimos que nuestra primera mujer aún vive. Y no sólo vive, sino que, además, está decidida a volver del lejano país en el que parece haber sanado milagrosamente, para instalarse, justamente, en la misma calle en la que vivimos nosotros. Terrible. No damos crédito. Viejos recuerdos agitan nuestra mente y, por ende, nuestro atribulado corazón que, desde que conocimos la noticia, no ha parado de latir frenéticamente. Finalmente la volvemos a ver; está algo cambiada pero sigue siendo la misma; terrible carácter y hermosa como ella sola. Sigue padeciendo, eso sí, algún que otro achaque, derivado de su antigua enfermedad, que condiciona en cierto modo su día a día pero ¿acaso habría de importarle eso a un enamorado?
Enamorado… ¿Y qué pasa con nuestra nueva pareja? Llevamos incluso más tiempo con ella que con la primera; no en vano ella fue quien nos devolvió a la vida y con la que hemos compartido los años más venturosos de la misma. Hasta el aire parece que nos falta cuando pensamos en la posibilidad de separarnos de nuestra actual mujer. ¿Qué hacer? ¿Qué cruel capricho del destino es este, que por si no hubiéramos sufrido ya suficiente, nos atormenta ahora de esta manera?
En un principio parece que nuestra primera mujer no nos lo va a poner excesivamente difícil. En un alarde de madurez, nos promete que no se interpondrá en nuestra nueva relación. Sin embargo, sabedores de que donde hubo fuego quedan cenizas, nosotros no terminamos de sentirnos a gusto con el nuevo panorama; es más, no podemos evitar mirar de reojo cada vez que pasamos por su puerta reviviendo viejos momentos y apasionados juramentos del pasado. Para colmo, y pese a su promesa inicial de dejarnos en paz, advertimos que nuestra ex se nos insinua cuando nos la cruzamos y, lo que es peor, últimamente parece haberle dado por afear públicamente la conducta de nuestra actual mujer, provocando con ello todo tipo de murmuraciones en el vecindario. Confundidos, nos preguntamos a qué obedecerá su comportamiento.
En las últimas horas el Presidente del Cartagena FC, Gómez Meseguer, parece decidido, aunque diga lo contrario, a hacer sufrir y poner entre la espada y la pared a todos esos aficionados que padecieron lo indecible con el exilio al limbo, y vuelta, del viejo Efesé; los mismos que, en el ínterin, acabaron entregando su corazón, con no pocos reparos iniciales, al Cartagonova FC (hoy FC Cartagena). Yo no sé si tiene razón o no al negarse a aceptar las condiciones de filialidad del FC Cartagena y desterrarlo de sus campos de entrenamiento; tampoco sé si es verdad que este equipo le adeuda 30,000 Euros o si continúa teniendo algún derecho federativo sobre el guardameta titular del Cartagena, Rubén. Lo que sí sé es que estas denuncias públicas, unidas a la reciente decisión de patentar la palabra Efesé como marca registrada, no son casualidad y parecen obedecer a una estrategia bastante meditada. Sobre todo teniendo en cuenta que el propio Gómez Meseguer aseguró el año pasado que no tendría inconveniente alguno en que el FC Cartagena luciera el escudo de toda la vida sin el submarino, al cual no le veía sentido alguno. ¿A qué viene entonces este repentino recelo por blindar los símbolos a base de patentes?
Lo de menos, pienso yo, sería que se tratara de una rabieta con la que se pretendiera simplemente exigir lo que a uno le pertenece. De hecho sería lo justo. Pero por lo poco que sé de Gómez Meseguer, se trata de una persona inteligente que no da puntada sin hilo y, personalmente, me aterroriza la idea de que acabe convirtiendo al viejo y "auténtico Efesé", en una especie de sombra alargada con la que chantajear emocionalmente al personal (especialmente a todos esos aficionados que, al igual que el novio de la fábula narrada más arriba, se hallarían sumidos en un continuo desasosiego y sentimiento de culpa), al objeto rapiñar lo que se pueda mientras se espera agazapado la oportunidad de convertirse en el primer equipo de la ciudad. Me parecería bastante injusto, pero sobre todo muy triste, que se acabara utilizando ese escudo (y esas siglas) para servir a tan innobles propósitos y, desde luego, se me antojaría mucho más honesto, aunque igualmente inoportuno, que el viejo Efesé diera un paso al frente y declarara abiertamente su voluntad de competir con el FCC por el favor de la sufrida afisión si es que ese, y no otro, es verdaderamente su deseo.
El mío, un tanto quimérico, sería que, aprovechando la conversión en SAD del equipo que preside (y digo preside, no posee) Paco Gómez, se encontrara la fórmula para fusionar ambas entidades al igual que se hizo en Almería con el Almería CF y el Polideportivo Almería, pero conservando escudo y fecha de fundación del más antiguo. Eso pondría fin a buena parte de los quebraderos de cabeza de muchos antiguos aficionados. Sería tanto como juntar a las dos mujeres del relato en una sola persona y disfrutar de lo mejor de cada una. Algo que, por desgracia, sólo puede ocurrir en el mundo del balompié.