Conforme se va acercando el choque liguero frente al Elche, no puedo evitar acordarme de la primera vez que presencié yo un Elche-Cartagena en el Martínez Valero. Tenía nueve años y ambos equipos, al igual que ahora, militaban en Segunda División.
Fui, literalmente, cogido de la mano de mi padre quien, unos días antes, me había comunicado la jubilosa noticia de que ese fin de semana tocaba ir juntos a ver a nuestro Efesé que, por una venturosa coincidencia del calendario, jugaba cerca de donde, ya entonces, y por motivos que no vienen al caso, teníamos fijada nuestra residencia. Era la tercera vez que me disponía a ir a un campo de fútbol y estuve, como es fácil imaginar, toda la semana nervioso, contando las horas y los minutos que restaban para el choque, deseoso de que llegara el momento de pasear con orgullo mi condición de cartagenero en el exilio erga omnes. Del rival, el Elche, sabía bien poco. Únicamente que algunos amigos de patio de colegio solían pelear entre ellos tratando de dilucidar (a veces a escupitajo limpio) si era mejor que el Hércules y viceversa. Era lo que tenía vivir justo entre dos ciudades, Alicante y Elche, con una rivalidad tan histórica. Naturalmente, cuando yo intervenía en tan acaloradas discusiones alegando que, sin duda, el mejor de todos era el Cartagena se me tomaba a chufla y lo único que conseguía, en el mejor de los casos, era que los que repetían curso e iban de matones, me dieran de cocotazos por mi atrevimiento.
Había llegado el momento, por tanto, de tomarme cumplida venganza de todos aquellos agravios. A buen seguro, el Efesé humillaría al Elche en su propio feudo y yo me granjearía el respeto y la admiración de toda la clase de “Cuarto A”, que no tendría más remedio que rendirse ante la superioridad de la raza cantonal. Así de concienciado acudí yo, como digo, cogido de la mano de mi padre, aquel domingo al Estadio Martínez Valero de Elche; dispuesto a presenciar sobre el césped una terrible batalla en la que, aparte de dos puntos (entonces las victorias no valían más), estaban en juego mi propio orgullo y popularidad en el colegio. O al menos eso me parecía a mí.
Lo primero que me llamó la atención, ya en los aledaños, fue la cantidad de gente que se movía por allí ataviada con los colores del equipo local, en este caso franjiverdes; lo cual, unido a la magnífica estampa que ofrecía aquel estadio, visto desde fuera, he de reconocer que me intimidó un poco. Rápidamente busqué refugio, con la mirada, en un puestecillo ambulante en el que, entre otros artículos, se vendían un montón de bufandas y gorras adornadas con los colores del Elche, y alguna que otra, por allí escondida, con los de mi Cartagena. Automáticamente le tiré de la chaqueta a mi padre y le supliqué al oído que me comprara una de aquellas gorras blanquinegras, con el escudo del Efesé bordado en la visera.
Mi padre torció el gesto. Seguramente no le apasionaba demasiado la idea de ir paseando por ahí con un mocoso de nueve años empeñado en colocarse un gorro del equipo visitante que llamaría la atención de todo el mundo. Así que intentó disuadirme diciéndome que, si me portaba bien, me compraría esa gorra al finalizar el partido. Desgraciadamente para él, a mí me pareció innegociable lo de ver el partido con mi gorra del Efesé bien visible sobre la cabeza y mi padre no tuvo más remedio que claudicar, gastarse doscientas pesetas, y llevar aquello con resignación lo que quedaba de tarde.
Así, padre e hijo, reconocibles nuestras simpatías gracias a mi cabezonería (y a lo que la cubría), entramos al coliseo ilicitano por una de las puertas del fondo norte, tratando de encontrar acomodo lo más lejos posible de “furibundos aficionados locales” que pudieran amargarnos la tarde. Para nuestro desconsuelo toda aquella zona estaba bastante repleta de gente, y tuvimos que sentarnos donde buenamente pudimos. Es decir, rodeados de “furibundos aficionados locales”. Mi padre me alertó de que exhibiendo de esa manera mi gorra corría el riesgo de que algún desaprensivo de aquellos me la robase, así que me aconsejó, en una última intentona por enderezar la tarde, guardarla bajo mi abrigo (olvidé decir que era invierno) si es que quería guardarla como recuerdo y poder decorar mi habitación con ella. Ni con esas me convenció. Así que ahí seguía yo, en pleno fondo norte del Martínez Valero, con mi gorra colocada en mi dura mollera, esperando que comenzara el partido.
Por fin ambos equipos saltaron al campo. Aún recuerdo la emoción que sentí al ver a los jugadores sobre el césped, con la clásica indumentaria blanquinegra (entonces los árbitros no eran tan quisquillosos con la coincidencia de colores), y la sensación de orgullo que me invadió al comprobar que yo era el único representante de los mismos en varios metros a la redonda (al menos hasta donde alcanzaba mi vista). Aquello me parecía un sueño hasta el momento en el que, unas filas más abajo, un hincha local, de los que gustan de llamar la atención profirió la siguiente frase sacándome con ello de mi abstracción: “Cartagena, monte sin leña, mar sin pescao, mujeres putas y niños maleducaos”. Yo no entendía (bendita ingenuidad) qué podía tener aquel hombre contra nuestra tierra cuando, ni tan siquiera, había dado comienzo el partido pero desde ese momento, y viendo las risotadas que su frase había despertado a mi alrededor y las miradas que me dirigía buena parte del resto de aficionados, comencé a sentirme algo incómodo. Es más, llegué incluso a preguntarme si lo de “niños maleducaos” no iría directamente por mí y mi atrevimiento de lucir con tanto descaro una gorra del equipo rival…
Intenté olvidarme del tema y centrarme en el partido que, dicho sea de paso, ya había dado comienzo. Pero me fue imposible. Nuestro equipo, netamente inferior a un Elche favorito y bastante más entonado, no hacía más que animar, con su pobre propuesta futbolística, a este sujeto y sus amigotes a seguir con su retahíla de oprobios hacia nuestros jugadores y la ciudad a la que representaban. Era cuestión de tiempo que ocurriera lo peor y el Elche nos marcara un gol que terminara por hacerme desear no haber ido esa tarde al fútbol; o, al menos, no haberlo hecho con una gorra delatora en el cogote. Finalmente el Elche marcó el primero y ante el estallido de júbilo de todo el mundo que se encontraba a mi alrededor, yo quise que la tierra me tragase. Como aquello no era posible me planteé que, quizás, sería buena idea hacerle caso a mi padre y esconder la dichosa gorra que tanta vergüenza me estaba haciendo pasar.
Así, disimuladamente, y coincidiendo con los sucesivos (hasta tres) goles ilicitanos, mi gorra fue cubriendo la distancia, que a mí me pareció larguísima, existente entre mi cabeza y el interior de mi abrigo, liberándome así de la afrenta que, para mí, suponía darle mi apoyo público y manifiesto a un equipo tan perdedor. Estaba dolido y avergonzado. En aquel momento me pareció intolerable que, después de lo que yo había hecho por el Efesé; esto es, sacar la cara por él en los recreos, llevarle la contraria a mi padre y, finalmente, exponerme a las burlas de la afición del Elche; éste me pagara de manera tan cruel e ingrata. Qué poco sabía yo lo mucho que aún me quedaba por sufrir a mí con aquel equipo….
El sonrojo fue dejando paso a la indignación y quién sabe en qué hubiera acabado aquella batalla interna de no ser por lo que ocurrió a continuación. Resulta que, a punto de acabar ya el partido, con la gente abandonando el graderío para evitar las colas a la salida y demás, se me acercó el mismo señor vocinglero que, minutos antes, no paraba de hacer chistes sobre Cartagena y los cartageneros; el mismo que, de vez en cuando, me dirigía miradas entre divertido y curioso por ver cuál era mi reacción ante sus chanzas y la paliza que nos estaba dando el Elche. Lo ví venir hacia mí, cogerme del hombro y, cuando ya pensaba yo que iba a pedirme la gorra para quemarla delante de mí, culminando así mi humillación aquella tarde, se agachó y me dijo mirándome a los ojos una frase que aún resuena con estruendo en mis oídos: “No hagas caso de las cosas que se dicen en el fútbol. Haz el favor de volver a ponerte la gorra que has escondido dentro de tu abrigo y no avergonzarte de tu equipo aunque pierda”. Ruborizado, abrí mi abrigo y, delante de él y de mi padre, que le dedicó una mirada cómplice, me volví a colocar la gorra sobre la cabeza, momento en el que este buen hombre dio por concluida la conversación exclamando: “Así me gusta”. La llevé puesta hasta mi casa, donde mi padre y yo le contamos lo sucedido a mi madre, más preocupada por que hiciera los deberes y me acostara temprano que de cualquier otra cosa relacionada con el fútbol y el dichoso Cartagena.
Al día siguiente volví al colegio y, naturalmente, tuve que soportar las burlas de los demás niños que se reían de mí y de mi equipo “de pacotilla” al que “el Elche le había metido una paná”. Pero a mí ya me daba igual. La tarde anterior había aprendido yo mi primera gran lección con el Efesé. La de que, con independencia de los resultados, la categoría en la que militara, o lo que dijeran los demás, aquél iba a ser mi equipo para toda la vida; del que siempre me sentiría orgulloso.
El próximo domingo en el Martínez Valero volveré a ver a mi Efesé (para mí es el mismo que el de aquel entonces) en Segunda A enfrentarse, veintidós años después, al Elche. Quizás me compre una gorra a la entrada y me la ponga en la cabeza. Quién sabe si, escondido entre el gentío, no habrá un señor, algo más mayor que entonces, que la vea y se acuerde del imberbe cartagenero de 9 años al que una vez tuvo que explicar en qué consistía esto de ser aficionado de verdad. Ojalá.