Hace ya algún tiempo comencé a redactar una serie de cuatro artículos sobre la afición del Cartagena, tres de los cuales llegué a publicar en el blog con cálida acogida por parte de los lectores. El último no vió la luz a causa de mi decisión de dejar de escribir sobre el Efesé durante algún tiempo. Ahora aprovecho para publicar los cuatro capítulos de golpe, cumpliendo así con la promesa que le hice a mi joven amigo Domingo. Me gustaría advertir, eso sí, que todo lo que escribo, aunque tenga su miaja de ironía, va traspasado por el cariño que le tengo a mi ciudad, a mis paisanos y, muy especialmente, a los aficionados del Cartagena. Si alguien quiere ver lo contrario, a buen seguro será por culpa de mi impericia a la hora de escribir, que no por su falta de entendimiento, o mala baba...
El quemasangres…
La primera vez que tomé conciencia de lo que era un quemasangres fue cuando de niño fui, acompañado de mi padre, al fondo sur de un joven estadio Cartagonova para presenciar el que era primer partido en casa de una recién estrenada temporada. Como crío que era (y por lo tanto mucho menos curtido que la mayoría de aficionados del Efesé, en esto de la fatalidad que suele acompañar casi siempre a nuestro equipo), asistí al partido con la mayor de las ilusiones y dispuesto a presenciar el inicio de lo que, no tenía la menor duda, sería una campaña fulgurante que nos devolvería a la recientemente perdida división de plata.
No obstante, mis fantasías de niño murieron bien jóvenes ese día; y esta vez, por increíble que parezca, no fue el Efesé el que se encargó con su juego de darles cumplida sepultura. Fueron, más bien, las palabras de un hombre de mediana edad, nada sospechoso de ser aficionado del equipo visitante, las que azotaron mis oídos y me sacaron violentamente del letargo en el que me hallaba sumido tras casi tres meses sin aspirar el delicioso olor de puro habano que, inconscientemente, siempre he relacionado con nuestro fútbol local. Nada más aparecer por uno de los vomitorios del citado fondo sur, este buen hombre se giró hacia la grada y, fingiendo dirigirse a un conocido que yo no veía por ningún lado, exclamó lacónicamente y en voz alta: “Qué lastimica de campo, pa lo que va servir podían haberlo aprovechao y plantar boniatos”.
He de reconocer que el anticlímax que provocaron en mí tan terribles palabras casi me supone un trauma del que difícilmente hubiera podido recuperarme si no es porque pronto aprendería a convivir con este tipo de situaciones. Yo no entendía que alguien que, como digo, no era aficionado de otro equipo y parecía ser socio del Cartagena, viniera al campo haciendo gala de una actitud tan perjudicial, sin duda, para los intereses blanquinegros. Pero menos aún entendía que aquel hombre pareciera encontrar algo de morbosa complicidad en el resto de aficionados. Unicamente un joven (que debía tener más o menos la edad que yo tengo ahora) le recriminó sus palabras con escaso éxito y terminó por marcharse, acto seguido, a una localidad algo más alejada de donde nos encontrábamos los allí presentes.
Con el paso de los años todos nos hemos acostumbrado a convivir con este tipo de individuos que, sinceramente, aún me pregunto qué satisfacción encuentran en amargar la tarde al resto de aficionados. En determinado partido de la última temporada, por ejemplo, me llamó la atención la intervención de otro seguidor que, finalizado el primer tiempo, se levantó de su asiento y proclamó a carcajada limpia: “Es la primera ves que vengo al fúrbo desde´l dia del Cordoba y porque m´han invitao, pero viendo a estos mantas no pienso volver nunca mas”. Yo imagino que esta clase de conductas deben repercutir directamente en la realización (como se dice ahora) de quienes las llevan a cabo y también que sirven para alimentar su pobre ego, (el cual, probablemente, debe sufrir algún tipo de carencia en los demás órdenes de la vida). Vamos, que como dijo otro aficionado que se encontraba cerca de mí, en voz baja para que no lo oyera nadie: “Ese viene aquí a gritar to lo que no se atreve a gritar en su casa”. Aún así, añadido a su indudable valor sociológico, hay que admitir que los quemasangres realizan una gran función social como es la de mantener al resto de aficionados con los pies en el suelo y evitar que se lancen las campanas al vuelo a poco que el Efesé haga las cosas a derechas. Claro que, una cosa es mantenerles los pies en el suelo y otra, bien distinta, es hundirles la cabeza bajo tierra.
El Agonías…
Siguiendo con mi propósito de disertar sin rumbo fijo sobre las cualidades (no siempre positivas) que caracterizan a los seguidores blanquinegros, me gustaría diferenciar claramente entre el quemasangres y el agonías. De hecho, podríamos afirmar que merced a que todos los cartageneros tenemos bastante de agonías, los quemasangres tienen su éxito garantizado. Y es que si el objetivo del quemasangres es fastidiar y quitarle el ánimo a cualquiera que se le ponga por delante, nada mejor para lograr sus objetivos, que verse rodeado de sujetos con una especial querencia por el pesimismo y la fatalidad, que los haga más influenciables.
Un agonías, a diferencia del quemasangres, no pretende fastidiar a los demás con sus juicios derrotistas; los emite porque es su naturaleza y no lo puede evitar. Es más; a menudo no los proclama sino que los guarda y los sufre para sí. Ahogarse en vaso de agua es su deporte favorito y, me atrevo a asegurar, que con el paso del tiempo, el agonías ha ido perfeccionando una peligrosa vertiente masoquista que le hace disfrutar de sus propios miedos. Resulta palmario que todos los cartageneros tenemos cierta tendencia al lamento y al pesimismo así que ello nos convierte a todos, de alguna forma, en agonías de distinta condición y en presa fácil, como digo, de nuestros amigos los quemasangres.
Pensemos, por ejemplo, en lo que ocurre en la grada cuando el Cartagena tiene la fortuna de que le piten un penalti a favor en su propio estadio. Indiscutiblemente, la señalización de la pena máxima por parte del árbitro despierta inmediatamente un enorme júbilo y entusiasmo en todos y cada uno de los aficionados, independientemente de su ralea o condición. Pero pronto, generalmente coincidiendo con el momento en el que el jugador del Cartagena encargado de lanzar la pena máxima, coge el balón, y da los primeros pasos hacia el punto fatídico, empiezan a generarse unas terribles dudas en el fuero interno del aficionado de a pié, que terminan por convencerle de que algo horrible va a suceder; “Ahora hay que meterlo” “¿Y si lo falla?”, “Seguro que lo falla…”
Es justo en ese instante de duda, en esos momentos de tensión generalizada, cuando a mí me gustaría poder parar el tiempo y realizar una encuesta entre todos mis paisanos para determinar cuál piensan que será el resultado del lanzamiento. O mucho me equivoco o tengo para mí que una abrumadura mayoría contestaría que va a ser fallado. ¿O acaso pensaba otra cosa una gran parte de la afisión cuando Sabino se disponía a batir a Santi Lampón el día del Vecindario? Por supuesto, reanudado el juego y si por un casual el resultado del penalti hubiera sido, por desgracia para nuestro equipo, el de no verse transformado en gol, el cartagenero no dudará en aseverar en voz alta aquello de “Lo sabía. No, si ya te lo desía yo…”
¿Por qué los cartageneros somos así? Francamente, no lo sé. A menudo pienso que es una especie de mecanismo de defensa. Una especie de “estar preparados para lo peor” para que si, por si acaso ocurre, el golpe no sea tan duro. En cualquier caso da la sensación de que la cosa ha degenerado bastante y que, con el paso de los años, se ha parido como resultado final una negatividad y autocomplacencia bastante alarmantes que son, seguramente, las responsables últimas de la ya famosa “apatía del cartagenero”.
Bueno, si alguien no ve la relación da igual porque mi intención no era meterme en este berenjenal filosófico que, luego a luego, nada tiene que ver con el sano deporte del balompié. Lo que sí diré, para terminar, es que si aceptamos que para todo en la vida es necesario el ánimo y el optimismo, está claro que esta manera de ser nos perjudica notablemente. Quizás resulte pretencioso afirmar que es la causante de todas nuestras desgracias (en este caso deportivas) pero ¿quien nos dice que toda esa energía negativa no se transmite de algún modo a los jugadores que defienden nuestros colores en el campo?
El malpensao…
Da igual que el rival haya llegado una vez a puerta en todo el encuentro y la pelota haya pegado en el poste antes de entrar en la portería del Efesé. Para el malpensao siempre se habrá vendido el partido.
Todavía hoy, diez años después del Cordobazo, es fácil encontrarse a gente que afirma con pasmosa rotundidad que aquel partido se vendió descaradamente. Eso sí, no hay un criterio fijo, entre este grupo de desconfiados aficionados, a la hora de ponerse de acuerdo en cómo se produjo la compra-venta en cuestión; unos apuntan al propio Presidente del entonces Cartagonova como principal culpable, otros al portero, otros al central que cometió la falta…da igual, el caso es que “ese partido estaba comprao”.
Recuerdo que hace un par de temporadas, tras cometer Molist, con un manotazo al esférico un penalti que provocó que el humilde Almansa se adelantará en el marcador, escuché a aficionados que me merecen todo el crédito, aseverar sin rubor: "Claro, como el Cartagena lo tié to echo, les abran vendío el partido a los pobreticos del Almansa". Interrogados por mí sobre el particular al finalizar el encuentro (con la victoria del Efesé por 2-1), estos aficionados no dudaron en alegar que si el Cartagena al final había conseguido la victoria era porque: “seguramente, ar final no san puesto dacuerdo en las perras”
Yo sé que el balompié en nuestra ciudad ha dado más bien pocas alegrías. Incluso estoy dispuesto a aceptar que tiempo atrás, el resultado de alguna de aquellas míticas promociones que el Efesé disputó en los setenta estuviera pactado de antemano. Pero, francamente, pienso que de ahí a proclamar que el Cartagena pierde los partidos decisivos porque alguien se vende y no cumple con su obligación de manera sistemática, media un abismo. Seguramente que la cosa tenga que ver más con esa manía tan cartagenera de “darle la vuelta a to” que con la pura realidad. Además, aceptar que todo está previsto anticipadamente significaría que no podríamos seguir lamentándonos y autocompadeciéndonos de nuestra mala suerte en los momentos decisivos; y eso es algo que no debe ser consentido, de ninguna de las maneras, por ningún cartagenero que se precie. Personalmente, y aunque sólo sea por resultarme mucho menos romántica que una hipotética y sistemática intervención divina en contra de los intereses de nuestro equipo, no estoy dispuesto a concederle el más mínimo crédito a esta teoría de las compraventas.
El (mal) educao…
Aficionados maleducados, que no respetan las más básicas normas de comportamiento, los hay en todos lados y no son, por lo tanto, patrimonio exclusivo del Efesé. Pero vista la gran afluencia de público de esta estofa al Estadio Municipal, durante las últimas temporadas, me veo obligado a dejar en estas líneas cumplida constancia de su existencia.
El “maleducao” suele acudir en grupo, para poder tener a su alrededor a quienes le rían las gracias. Gusta de vociferar constantemente durante todo el encuentro y ser protagonista absoluto de todos los insultos y chistes de mal gusto que se pueda uno imaginar. Ya desde el minuto de silencio, si es que lo hubiera, nos obsequiará a todos los asistentes con unos cuantos berridos que, aparte de afear el homenaje a la persona fallecida, servirán para prevenirnos de la tarde que nos espera.
En el mejor de los casos, sus insultos y gracietas irán dirigidas al árbitro o jugadores rivales aludiendo a su procedencia, raza o condición; pero si, por un casual, el Efesé resulta que no tiene su tarde, el maleducao no dudará en convertir a nuestros propios jugadores en blanco indiscriminado de sus agravios e injurias, al tiempo que anima a sus (frecuentemente) alcoholizados amigos a que sigan su ejemplo.
No hace falta decir que semejante comportamiento crea un desagradable ambiente que llega a resultar insoportable para aquellos que llevan niños al estadio o, simplemente, gustan de ver el partido en razonable armonía. Si alguno de ellos decide reprocharle al maleducao su manera de proceder, nuestro amigo no dudará en contestar: “Joe, si le molesta a usté lo que digo haberse ido al teatro”.
El invitao…
El invitao es ese aficionado que no tenía nada mejor que hacer esa tarde y hace acto de presencia en el estadio gracias al carné de un amigo que no ha podido asistir, a una invitación del club o, si no hay más remedio, a una entrada de las más baratas.
Hay invitaos que saben comportarse y cuál es su sitio. Son conscientes de que, habida cuenta de su nulo apoyo durante el resto de la temporada, carecen de la autoridad moral necesaria para enjuiciar la labor de los futbolistas sobre el césped a las primeras de cambio. Por supuesto, también se abstienen de ponerse a lanzar homilías sobre el fútbol local que puedan herir la sensibilidad de los incondicionales que acuden todos los domingos al estadio llueva, truene o haga calor. Es más, aunque sepan a ciencia cierta el nombre de ese jugador que ha destacado por alguna jugada en particular, tienen el detalle y la prudencia de preguntarlo, al objeto de que ninguno de los incondicionales que tenga cerca pueda sentirse ofendido.
El conflicto ocurre cuando se presentan invitaos que no respetan ciertos códigos y, en su primera aparición por La Rambla de Benipila, no dudan en permitirse lujos como despotricar sobre el juego del equipo o gritarle al entrenador lo que tiene que hacer. El sufrido incondicional, si es que lo juzga oportuno, responderá entonces contra lo que considera una injerencia intolerable, mandando callar al invitao y poniendo los galones encima de la mesa: “Tu te callas que pa eso es la primera ves que vienes”
Lo que pasa es que la cosa se agrava si resulta que ese invitao es además (como suele ocurrir con bastante frecuencia) un agonías o un malpensao; y ya echa chispas si hablamos de un quemasangres o un maleducao de los que se atreve, incluso, a faltar a los mismísimos jugadores del Cartagena. Generalmente, el incondicional de turno les volverá a recordar “amablemente” a este tipo de individuos que son intrusos en predio ajeno y que deben darse un punto en la lengua; pero si la cosa no resulta, no tendrá más remedio que mostrarse algo más contundente y exclamará algo como: “cagon toas las invitasiones que ha dao el club” para ver si así, los invitaos se dan por aludidos y dejan de fastidiar.
Sin embargo, otras veces, la avalancha de invitaos que no saben comportarse es tal, que llegan a intimidar incluso a los pobres incondicionales que, acostumbrados a estar lo que se dice en familia, se encuentran algo fuera de lugar cuando hay demasiada gente en el estadio. Al finalizar la tarde, éstos últimos acaban visiblemente congestionaos de tanto tragar y, en el peor de los casos, buscando desahogarse de mala manera.
Me gustaría recordarles, por tanto, a los jugadores del Cartagena de cara a los importantes partidos que se avecinan, que no deben enfadarse con la afisión si es que escuchan demasiados improperios o palabras de mal gusto durante su actuación; deberán hacer oídos sordos y tener en cuenta la gran cantidad de invitaos que aparecen por el estadio, justamente cuando ellos mejor están haciendo las cosas.
Al igual que yo he cuestionado la autoridad del invitao para emitir juicios sobre nuestro querido Efesé, no culparé a nadie si cuestiona la mía para hablar tan alegremente de los pecados de la afisión. Soy consciente de que encaramarme a esta tribuna para hablar de algo tan delicado puede acarrearme no pocas antipatías. Sin embargo, espero que sirva de atenuante el hecho de que lo hago con el mayor de los afectos hacia mis queridos paisanos y con la intención de que estos pasen un rato divertido reconociendo algunas de las situaciones que, casi con toda seguridad, habrán vivido alguna vez en nuestro querido estadio.
Yo, aunque parezca lo contrario, les tengo un gran cariño al quemasangres, al agonías, al malpensao o al invitao (quizá un poco menos al maleducao) porque creo, honradamente, que todos ellos se encuentran, de alguna manera, dentro de cada uno de nosotros: ¿Quién no ha sacado de quicio alguna vez (con algo de mala follaica) a un amigo a base de emitir juicios negativos acerca del juego del equipo? ¿Quién no ha caído alguna vez en la tentación de pensar que un partido perdido del Efesé estaba comprado de antemano? ¿A quién no se le ha escapado alguna vez en los últimos tiempos eso de: “Sivori joé, levanta del suelo de una puta ves”? Incluso la mayoría de buenos aficionados hemos ido alguna vez de invitados al estadio, porque esa temporada no hemos podido o querido (hartos de desengaños), abonarnos al club de nuestros amores…
No debe, por tanto, nadie, tomarme en consideración mis palabras si es que se ha sentido ofendido, pues que yo, como buen cartagenero, también he pecado muchas veces siendo hincha del Efesé. Verbi gratia, esta temporada en la que no he aparecido por el campo hasta última hora. Ser un poco quemasangres o un poco agonías no es nada malo; Pero, honestamente, pasarse la vida instalado en el lamento, la apatía o desconfiando de los profesionales, no me parece justo ni de hombres sabios. Es más, estoy seguro (ya lo he dicho muchas veces) de que es perjudicial y nos impide progresar.